Hace pocos días un conocido me decía lo siguiente "después de muertos todos somos buenos". Si os paráis a pensar, tal afirmación tiene su punto de verdad, ¿o acaso no tendemos a decir "q buena persona era fulano", "que maja era mengana" o, cuando somos menos indulgentes, "bueno, tenía defectos, como todos... pero era buena persona"? Quizás hacer tales aseveraciones acerca del común de nuestros conocidos finados se explique por la natural inclinación del ser humano a con el tiempo recordar sólo lo bueno; lo cual no deja de ser sino una forma de supervivencia más. Sería imposible Vivir recordando de manera machacona un día tras otro las putaditas que nos hace la vida, o las que nos hacen nuestros semejantes. Por otra parte, hay muchos que consideran que no se debe hablar mal de los muertos, justificando tal argumento en el hecho de que ya no se pueden defender, o bien que se trata de una falta de respeto hacia ellos. Pues bien, yo más bien pienso que se puede hablar absolutamente de todo, de TODO, siempre que se haga con respeto. Y el respeto no es patrimonio exclusivo de la memoria de los finados, no señor. Hay que respetar a los que ya no están, pero también a los que quedamos y a los que compartieron la vida con aquéllos; y hay que respetar su memoria, pero también la nuestra, y sobre todo hay que respetar la verdad, entendiendo por tal, la verdad de cada uno de nosotros; porque la Verdad, con mayúscula no existe, y huyo yo de quien me diga que la tiene en su mano.
Todo esta perorata viene a cuento de que hoy voy a hablaros de mi abuela paterna. Pensaba yo que no me costaría escribir sobre ella, porque tengo bastante claro lo que quiero contar; y sin embargo, ahora que comienzo a pensar en ella me asalta una especie de pudor... pienso que no todo lo que sé puedo ni debo contarlo. Es dificil mantener el equilibrio entre el respeto a su memoria y el respeto a mi verdad y la verdad de mi casa.
Se llamaba F. y vino al mundo un 20 de febrero de 1908, en ese mismo pequeño pueblo de la provincia de León, famoso ya por mis entradas anteriores. Hasta este último verano habíamos creído que era hija única, hecho que aceptábamos, pero que a todos nos resultaba extraño teniendo en cuenta que nació en un momento en el que las familias numerosas eran algo muy común. Por otro lado, su madre, mi bisabuela por tanto, la dio a luz con 19 años, luego más raro nos parecía aún que siendo tan joven su progenitora no hubiera tenido más hermanos. Pues bien, pese a la extrañeza que nos causaba, toda la vida pensamos que era hija única; hasta este verano, en el que por azar tuve acceso a los archivos parroquiales de su pueblo.
Resulta ahora que mi abuela F. fue la mayor, la primogénita, de una sucesión de hermanos fallecidos todos a las pocas horas de nacer. Al parecer, la muerte les sobrevenía a consecuencia de un fallo genético que este verano me medio explicaron y que no me quedó muy claro. Según quise entender tiene que ver con el ADN de los padres, incompatible en no sé qué punto, de forma que genéticamente sólo sobrevive el primero de los vástagos (en este caso mi abuela) mientras que los sucesivos fallecen irremediablemente. Un problema éste que hoy tiene fácil remedio según me contaron, gracias a las pruebas y al control al que se someten las mujeres embarazadas, de forma que ya en el vientre de la madre se pone solución al problema. Evidentemente, en la España de la década de 1910, no había tales adelantos y todos los hermanos de mi abuela fallecieron uno tras otro.Conocer tal realidad nos ha sorprendido a todos; especialmente a mi padre y mis tíos, quienes nunca escucharon a su madre que hubiera tenido hermanos. Por ejemplo, uno de ellos, de los últimos en nacer, murió en 1919, cuando ella contaba 11 años, de forma que debía acordarse de él; pero, repito, nunca dijo nada al respecto.
Así pues, F. se crió como si hija única fuese. Hubo de ejercer al tiempo de varón de la casa, es decir, hubo de hacer frente ella a tareas de campo que en aquel tiempo eran más propias de hombres que de mujeres; pero claro en su casa además de su padre no había más varones. (creo que no haga ya falta aclararlo, pero su padre era hermano del ya a estas alturas archiconocido tío Pancho). Quizás la realidad de sus primeros años de vida contribuyese de alguna manera a hacer de ella una mujer tan dura de carácter. La verdad es que de aquella época, anterior a su matrimonio, prácticamente no sabemos nada, dado que toda la gente que podría contar algo a estas alturas ya ha fallecido. Así pues podemos decir que hay una especie de laguna hasta 1935, año en el que contrae matrimonio con mi abuelo.
Contaba, por tanto, 27 años cuando se casó, siendo mi abuelo ocho años mayor que ella. Al año siguiente, esto es en Abril de 1936, nació mi tío, el primero de sus hijos. A los pocos meses quedó de nuevo en estado, de otro varón que es mi padre, nacido en agosto del 37. Pero entre medias de ambos partos, el 18 de julio de 1936, estalló la Guerra Civil en España. Omito describir de nuevo cómo afectó el conflicto a mis abuelos. Tras el nacimiento de mi padre vinieron al mundo, como bien sabéís ya, otros tres hijos varones más: el primero es aquel que falleciera de bebé, el siguiente es el que murió en 1956 ,a los 11 años, y el tercero (quinto del total) nació en 1946.
Fue mi abuela, como he dicho líneas más arriba, una mujer muy dura de carácter, muy seria y según cuentan muy muy recta con los hijos. Afirman varias personas que convivieron con ella en el pueblo, que tenía por costumbre salir a la puerta de casa y desde allí gritar el nombre de sus hijos para que de inmediato acudiesen ante ella. No dudaba en sacar la mano a pasear, así que mi padre y mis tíos en cuanto escuchaban la voz de su madre llamándoles abandonaban de inmediato lo que estuvieran haciendo para, corriendo, acudir a casa. Desarrolló un amor (si es que eso es amor) por los hijos, desde mi punto de vista, insano, de forma que llegó a afirmar que nada la hubiera gustado más que ver a sus hijos solteros, siempre a su lado, siempre en casa. De ahí también la animadversión que profesaba hacia sus nueras.
Era también una mujer inteligente, no diré culta, porque en aquellos tiempos en los que apenas se iba a la escuela cultura tenían pocos. La educación que recibió es la propia de aquellos días: aprender a leer y escribir, así como las llamadas cuatro reglas de aritmética (sumar, restar, multiplicar y dividir) Pero era como bien digo muy inteligente, de forma que a su natural mente despierta unía una lengua que manejaba con soltura. A veces digo que si en vez de mujer hubiera nacido hombre, habría sido peligrosa. Sabía perfectamente cómo hablar y qué decir, y si tenía que ofender a alguien acertaba de pleno en el punto débil del otro, daba donde más dolía. Fue una mujer ofensiva, hecho que representa la cara de una misma moneda; es decir, era ofensiva porque pasó su vida a la defensiva. El problema radica en que evidentemente no todo el mundo la atacaba, pero eso a ella le daba igual... ya sabéis lo que se dice, "la mejor defensa es un buen ataque" y ella lo llevó a rajatabla todos los días de su vida. Esto me recuerda un consejo que me dio una vez. Andaba yo en bicileta, siendo muy niño, cerca de su casa, y me cai de ella, de forma que los demás niños que estaban conmigo se reían de mi caída, cosa que yo también hubiera hecho de suceder tal cosa a alguno de ellos (ya sabemos lo que son los niños) Entonces mi abuela salió de su casa y me dijo lo siguiente : "No hay mejor desprecio que no hacer aprecio". Es un refrán que todos hemos he oido o dicho alguna vez, pero creedme, saliendo de su boca, adquiere pleno significado.
A lo largo de su vida como bien digo, no dudó en enfrentarse a todos los que la rodeaban. Con mano de hierro dirigió su casa, y controló a sus hijos. Una sola de sus miradas era suficiente para hacerte callar. Y si la mirada no bastaba tenía una afilada lengua con la que ponía en su sitio a todo aquel que desde su punto de vista se estaba propasando con ella. Era dificil poder replicarla, porque lo que decía lo hacía sin insultar, sin levantar la voz, haciendo uso de las ironías, de frases a medias... Aunque llegado el caso no se amedrentaba ante nada ni nadie si tenía que hablar con toda la hiriente claridad de la que era capaz su lengua. Era aparentemente educada, pero al tiempo te estaba dando donde más duele. Mi abuelo, era el único que la frenaba, y también era el único ante el que ella se callaba; realidad que se explique posiblemente por la mentalidad de la época: el marido es el marido, hay que obedecer. Pero también es cierto que mi abuelo pocas veces reprendió a su mujer, al menos no tantas como hubiera sido deseable; y es que el hecho de ser él sordo le dificultaba captar todo lo que decía su esposa. En todo caso, él sabía perfectamente con qué clase de mujer se había casado. Y también es cierto que ella se aprovechaba de la sordera de su marido, para decir y dejar de decir, y también hacer y deshacer, todo lo que le parecía. Ni siquiera su madre se libraba del látigo que era su lengua: "¡¡¡ Usted cállese !!!", era la respuesta que daba a su madre, cada vez que ésta trataba de reprenderla por sus actos y/o palabras. Y la madre, por supuesto, a callar, y dándose por contenta de que sólo la dirigiese esas dos palabras.
No tenía medida en lo que decía, de forma que su lengua trataba por igual a un niño que a un adulto. Muchas veces me hizo llorar siendo niño con las cosas que decía. Jugaba yo con mis amigos en el patio de mi casa, (mi casa y la de ella están arrimadas, pared con pared) y no pocas veces salía a echarnos de allí aduciendo cosas tales como que íbamos a estropearle sus flores (adoraba sus plantas). Otras veces, cuando yo, iluso de mi, trataba de razonar con ella (abuela que no es así, etc etc) me contestaba siempre lo mismo "Tú para engañarme a mi tienes que volver a nacer ", frase que acompañaba de su dedo índice levantado, siendo finalmente coronada toda la escena con un sonoro portazo a la puerta de su casa. Casi podíamos medir el grado de enfado que tenía en un determinado momento en función del estrépito, mayor o menor, que hacía la puerta cuando la cerraba. Puede sonar hasta gracioso todo el panorama que estoy pintando, pero día a día, conviviendo con ello, era insufrible.
Al hablar de mi abuelo en la entrada anterior, me referí al tremendo golpe que para él supuso la pérdida de uno de sus hijos con 11 años. Respecto a tan triste hecho, no puedo decir nada acerca de ella, nunca hablaba del hijo, no la escuché jamás decir nada al respecto. En su casa, en el piso de arriba, había una sala nada más terminar la escalera. Estaba la estancia llena de cuadros con fotografías. Yo, siendo niño, preguntaba quienes eran. Colgado de la pared había un retrato de un niño, cuando preguntaba por él, tan solo me decia, "es un hijo mio, murió de niño". Al dolor de la pérdida del hijo se sumaba el hecho de que tan sólo cuatro días antes falleció su padre. Quizás aquel triste conjunto de hechos la llevaron a guardar silencio sobre aquellos días.
Cuando su esposo enfermó del corazón y toda la familia decidió trasladarse al que hoy es mi hogar, con la esperanza de que la salud de mi abuelo mejorase, ella no dudó en hacerlo. De nada sirvió, porque apenas dos meses después de la mudanza fallecía mi abuelo, lejos de la tierra que le vio nacer. Repito que era una mujer muy dura, fría incluso. Cuentan que no derramó ni una lágrima al quedarse viuda, en aquel mes de agosto de 1968. Eso si, conforme a lo que estipulaba su mentalidad, guardó luto por él el resto de sus días. En cambio pocos años después de enviudar, exactamente en marzo de 1973, fallecía su madre y en este momento en cambio si dio muestras de un dolor extremo. Hay quien afirma que fue la única vez a lo largo de su dilatada vida en la que "perdió los papeles".
En 1971 mis padres, afortunadamente, se trasladaron a vivir a su propia casa. Evidentemente, la decisión estaba motivada, entre otras razones, por las dificultades derivadas de convivir con tan particular señora. Y es que su carácter, su aire dictatorial, la llevaron incluso a incurrir en acciones que iban contra su propia persona. Pocos años antes, estando ya viuda, sufrió una caida a consecuencia de la cual rompió la cadera. Tras la subsiguiente operación necesaria para recomponer la maltrecha cadera, se imponía un periodo de rehabilitación. Pues bien, se negó a hacerla, aduciendo que ella sola se bastaba para recuperar plenamente la movilidad de su pierna. De nada sirvieron las múltiples charlas que tuvieron sus hijos con ella; de forma que una vez más impuso su voluntad. El resultado fue que le quedó una pronunciada cojera para el resto de sus días, debíendo servirse de la ayuda de un bastón para caminar. De hecho entre las imágenes que de ella conserva mi retina está la de verla caminar con el bastón, o cojeando ,sin él, cuando estaba en su casa, dado que de puertas para adentro no lo usaba. Tan mal le quedó aquella pierna, que recuerdo que cuando se sentaba a la mesa, la única forma en la que estaba cómoda era echando hacia atrás dicha pierna, es decir, asomaba entre las patas traseras de la silla.
Yo como niño que era en aquel entonces no era capaz de entender cómo se podía ser así, notaba que aquella forma de ser no era normal, aquellos cambios de humor, aquellas frases... Había algo "raro". El resultado fue que me gustaba muy poco acudir a su casa para verla. He de decir, en honor a la verdad, que a ella le gustaba que fuera; claro que siempre tenía que poner la guinda y recordarme que hacía mucho que no iba a visitarla. Y también es cierto que muchas de las veces que fui me tenía preparado una pantera rosa o un tigretón, o en su defecto me daba galletas. Quizás ahí empezó mi afición por los dulces. Es decir, su particular forma de demostrarme afecto era vía presentes dulces. Con todo, a mi costaba horrores entrar en aquella casa, no podías hacer nada, porque aunque era un niño ya sabía yo que lo más adecuado era eso, no hacer nada, eso es lo que se esperaba de mi. Así que me sentaba frente a ella, muy calladito, muy obediente, observando como cosía y cosía sus cientos de tapetes (Cuando digo cientos, es cientos) esperando a que llegase el momento de volver a mi casa.
A medida que fueron transcurriendo los años comenzó a dar muestras de demencia, de forma que los momentos de lucided eran cada vez menos frecuentes. En un intervalo de cinco minutos podía pasar de saber perfectamente quien era a no conocer a nadie de los que tenía a su alrededor, para al cabo de otros cinco minutos volver a estar lúcida. Sobre todo recuerdo que preguntaba la misma cosa muchas veces seguidas, ¿has merendado ya?, Si abuela. La octava vez que respodías, "si abuela", ya lo hacías en un tono ligeramente distitnto a la primera vez, y ella lo percibía. Extrañamente no le sentaba mal, sino que se limitaba a decir "ya te lo he preguntado, ¿verdad? Ay, esta cabeza!". A partir de ese momento cesaba la pregunta. La verdad es que alguna vez me he preguntado hasta qué punto aquella insistencia era fruto de la demencia, porque no deja de ser extraño que ese olvido de la respuesta cesase en el momento que ella pronunciaba tal frase.
La demencia como digo fue agravándose con el tiempo, pero siempre tenía momentos de lucidez, de forma que era imposible hacerle entender cosas tales como que debía hacer más caso a los que tenía a su alrededor. Pensaba que querían incapacitarla, de forma que las salidas de tono eran cada vez más frecuentes. No se dejaba aconsejar, nadíe era quien para decirla qué podía o qué no podía hacer y menos estando ella en su casa. Eso de que le fallaba la cabeza eran inventos de los demás, respuesta extraña teniendo en cuenta que en otros momentos decía eso de "Ay, esta cabeza!!". Las consecuencias de su terquedad, una vez más, las sufrió ella en sus carnes. Cómo os he dicho, dentro de casa, caminaba sin el bastón, pese a que sus hijos en repetidas ocasiones trataron de hacerla entender que el bastón representaba un punto de apoyo imprescindible para ella, máxime a medida que iba cumpliendo años. Un día de tantos su precaria estabilidad falló, y el resultado fue una aparatosa caída en el cuarto de baño. Aquello fue el principio del fin.
A raíz del accidente hubo de ser ingresada. Prácticamente perdió del todo la lucidez, siendo ya mínimos los momentos en los que reconocía a los que tenía a su alrededor. Tras varios días ingresada la enviaron a casa a morir. Así tal cual, porque eso fue lo que dijeron los médicos. No había remedio para ella, estaba deteriorada por la edad, el organismo estaba diciendo hasta aquí hemos llegado. No recuerdo el tiempo que vivió en casa, una semana, quizás diez días.
Pese a su evidente deterioro yo nunca pensé que moriría. Tenía 12 años y era la primera vez que me veía confrontado con la muerte y no la supe reconocer. Mi mente infantil no concebía la muerte; no era posible que se muriese, al menos no en ese momento. Mi abuela era como el cielo, como las montañas, siempre había estado ahí y me parecía a mi que lo normal es que siempre estuviera ahí. Tal era mi razonamiento. El 23 de diciembre, al oscurecer, llegué a mi casa después de estar con mis amigos. Sólo estaba mi hermana que me dijo que todos los demás estaban en casa de abuela porque estaba ya muy mal. Me entretuve en comer una pasta antes de bajar a su casa a verla, porque claro, mi abuela NO se iba a morir !! y en consecuencia había tiempo de sobra para comer la pasta. Ni siquiera cuando la vi en la cama, entré por el aro. La verdad es que ahora, a toro pasado, si lo pienso veo claro que la muerte ya rondaba en aquella habitación. Nadie me lo dijo claro. Sé que al verla lloré, y le dije a mi madre "no quiero que se muera". (Es evidente que yo tenía un merengue en la cabeza de cuidado) Una tía mía me dijo que lo mejor es que me volviera a casa y que estuviera tranquilo, palabras que me decía mientras me acompañaba hacia la puerta. Esa fue la última vez que la vi con vida, y es una imagen que pese al tiempo permanece perfectamente grabada en mi memoria. A la mañana siguiente, muy pronto, mi padre me despertó para darme la noticia.
Pese a su natural inclinación por todo aquello que no estaba próximo al Bien, era mi abuela una fiel católica, de misa dominical y puntual cumplidora de las fiestas de guardar. En sus últimos momentos no manifestaba signos de nada, no se movía, no hablaba, no nada. En mitad de aquella larga noche llegó a casa el sacerdote a fin de administrarle los últimos sacramentos. Cuando el cura comenzó a hacer en el aire la señal de la cruz, ella sorprendió a todos haciendo perfectamente la señal de la cruz sobre sí misma... fue el primer movimiento tras horas de quietud. Cabe suponer, por tanto, que era totalmente consciente de que abandonaba este mundo, y quiero creer que en esos momentos se arrepintió de corazón de sus malas obras. Entregó su alma a la justicia de Dios a las dos en punto de la madrugada del 24 de diciembre de 1995. A las cinco de la tarde del día siguiente, el día de Navidad, la enterramos junto a su esposo fallecido veintisiete años atrás. Acaba así la existencia de una mujer para la que sin duda se hizo la frase de "genio y figura hasta la sepultura".